Es el caso de Tales de Mileto, considerado uno de los primeros pensadores en buscar explicaciones lógicas a la realidad. Vivió entre los siglos VII y VI a. de C. y los filósofos posteriores lo recordarían como el estereotipo del sabio distraído, desinteresado por las riquezas materiales y capaz de caerse a un pozo por ir pensando en sus asuntos.
En el año 585, según relatan los historiadores Herodoto y Plinio, sorprendió a todos sus contemporáneos con la predicción de un eclipse de Sol. La sociedad en la que vivía Tales, en los mismos albores de la Grecia Clásica, aún no sabía cómo predecir estos acontecimientos, si bien es cierto que otras culturas anteriores -como los babilonios o los paganos de Stonehenge- sí manejaban ciclos que les ponían sobre aviso de cuándo la Luna o el Sol se ocultarían repentinamente.
Es muy posible, de hecho, que Tales se basara en las observaciones de los babilonios. La interpretación habitual es que el filósofo de Mileto, que había viajado a Egipto a estudiar geometría, conocía el llamado ciclo de Saros, tal y como lo habrían detectado los astrónomos caldeos gracias a sus cuidadosas y continuadas observaciones del cielo.
Sin embargo, el matemático del siglo XX Otto Neugebauer rechazó que los babilonios tuvieran realmente este conocimiento. Como no hay ningún ciclo lunar que opere en un solo punto del globo, tendrían que haber tenido en cuenta la latitud y haber extrapolado sus resultados, o bien haber registrado los eclipses de toda la Tierra. Ambas opciones son improbables, lo que significa que podían saber cuándo se produciría un eclipse, pero no en qué lugares sería visible.
La tesis de Neugebauer arroja aún más misterio sobre la astronomía antigua en general y, muy en particular, sobre cómo fue posible que Tales se anticipara a aquel eclipse solar, el 28 de mayo del 585 a.C. Fue el mismo día que lidios y medas, agotados por continuas hostilidades e inspirados por la señal del cielo, decidieron que ya tenían bastante y arrojaron sus armas al suelo. La guerra, bajo un Sol en retirada, había terminado.
Proverbial inteligencia
Tales de Mileto. | EM
En todo caso, era una práctica común en la Antigüedad atribuir a sabios célebres los descubrimientos que otros habían logrado. Quizá el nombre de Tales de Mileto, más que una persona, represente para nosotros toda una escuela o una manera de pensar. Al menos, nos sirve para situar el momento y el lugar en el que comenzaron a plantearse los primeros problemas matemáticos y científicos sobre los astros que rodean a nuestro planeta.
Tanto si estos hallazgos son atribuibles a Tales como si fueron responsabilidad de otros pensadores griegos inspirados por su figura, el hecho es que llegar a estas conclusiones en aquellos tiempos no solo debió requerir de una proverbial inteligencia, sino también de una capacidad extraordinaria para escapar de los paradigmas dominantes. Por un lado, afirmar que la Luna cubre con su esfera al Sol implica estar hablando de cuerpos sólidos, y no de dioses o de entidades sobrenaturales.
Sin embargo, la divinización de los astros aún seguiría en boga hasta casi diez siglos después de Tales, cuando los patriarcas del cristianismo erradicaron estas ideas por considerarlas herejías. Todavía podemos encontrar un pálido y devaluado reflejo de estas antiguas creencias en la actual astrología. Sin duda alguna, e independientemente de que se hayan exagerado algunos de sus méritos, Tales fue un pionero: por ello, y pasados más de veinticinco siglos de su muerte, se merece seguir abriendo la historia del pensamiento en todos los libros de texto.
Otros filósofos de la Grecia Clásica descubrirían -o, quizás, redescubrirían- enseguida los hallazgos atribuidos a Tales de Mileto. En concreto, el primero en dejar constancia de que los eclipses se producen por el paso de un astro frente a otro fue Anaxágoras de Clazomene. Este hallazgo, a su vez, se habría basado en el descubrimiento de que la Luna refleja la luz del Sol, a cargo de Parménides de Elea.
Teólogía mezclada con física
Las aportaciones de Anaxágoras a la filosofía antigua en general y al estudio de los astros se encuentran entre las más destacadas de la Grecia presocrática. Nacido en la actual Turquía en el año 499 a. de C., Anaxágoras fue, en cierto modo, el primer teólogo de la historia, al argumentar que la causa primera de todas las cosas no podía ser ningún compuesto o elemento material, sino una suerte de inteligencia superior que él denominó Nous. A pesar de ello, Anaxágoras no estaba en absoluto obsesionado con lo sobrenatural y también fue un brillante estudioso del mundo físico.En el año 467 a. de C. tuvo la ocasión de observar el meteorito que cayó en Egospótamos, por lo que comprobó que los cuerpos celestes están formados por rocas y dedujo que la Luna y el Sol no son entes divinos, como creían sus contemporáneos, sino que se trata de cuerpos sólidos. Aunque acertó en lo fundamental, la estructura del Sol es mucho más compleja de lo que pensó Anaxágoras, quien imaginaba al astro rey como una gran roca incandescente. Esta cualidad física de los cuerpos celestes, en cualquier caso, era compatible con la idea del Nous, fundamental en toda su filosofía.
Anaxágoras y Péricles, pintados por Augustin-Louis Belle. | EM
No cabe duda de que la descripción es demasiado inocente para los estándares actuales, pero, si se analiza con detenimiento, arroja algunos importantes hallazgos. Desde el punto de vista científico, destacan dos: la idea de la diferenciación de la materia a partir de un compuesto primigenio, presente en las actuales teorías de la formación del sistema solar, y el concepto de fuerza centrífuga, igualmente avanzado para su época. En el caso concreto de la Luna, además, tampoco es descabellado decir que se desprendió de la Tierra. De hecho, es la teoría más aceptada por los expertos en la actualidad.
Descripción de eclipses
Lo que de ningún modo pudo hacer Anaxágoras, a pesar de lo que contaban los cronistas de la época, fue predecir la caída del meteorito de Egospótamos. Ni siquiera hoy en día los expertos son capaces de anunciar con antelación estos acontecimientos, que no siguen ningún patrón establecido. En cambio, sí fue el primero en explicar por escrito cómo se producen los eclipses, tanto los solares (en los que la Luna oculta al Sol) como los lunares (en los que la Tierra oculta con su sombra el disco lunar).En cuanto a los primeros, acertó plenamente, siguiendo las tesis atribuidas a Tales de Mileto. Por el contrario, en su descripción de los eclipses lunares se equivocó al señalar que debía haber otros cuerpos, además de la Tierra, arrojando su sombra sobre la Luna. En todo caso, y más allá de estas consideraciones científicas, lo que más chocaba con la mentalidad de la época era la idea de que el Sol y la Luna no fuesen más que rocas gigantes, más parecidas al pedrusco caído del cielo que había estudiado Anaxágoras que a cualquier forma de divinidad.
La escuela de Atenas, de Rafael. | NASA
Siguiendo una táctica tan vieja como miserable, los ciudadanos más descontentos con su dirigente decidieron que no había forma mejor de ponerlo contra las cuerdas que perseguir a sus amigos y allegados, entre los que se encontraban varios filósofos. De esta forma, lograron aprobar una ley que prohibía enseñar teorías sobre los astros distintas a las mantenidas por la religión ateniense, según la cual el Sol y la Luna serían seres inmateriales.
Esto permitió la detención Anaxágoras en el año 450 a. de C., aunque Pericles, que tenía abundantes enemigos pero aún conservaría el poder hasta el final de sus días, logró salvar de la prisión a su genial amigo y maestro, si bien no pudo evitarle el exilio.
Aun así, la idea de la Luna y el Sol como cuerpos mundanos marcaría un antes y un después en la filosofía griega, a pesar de que sus dos mayores representantes, Platón y Aristóteles, la rechazarían de lleno al no poder compatibilizarla con su metafísica. Para estos dos autores, el cielo debía ser un lugar puro y perfecto, y la fuerza que había originado el mundo debía tener un sentido ético y actuar según lo más conveniente, jamás en la forma de un caótico torbellino del que acabaran surgieron los astros. En realidad, la idea de que el Sistema Solar había tenido un origen violento e incontrolado todavía levantaría ampollas en algunos científicos incluso bien entrada la edad moderna.
Esferas en movimiento
Filolao de Crotona. | EM
En la secta de los pitagóricos estaban muy extendidas las ideas de que la Luna era un espejo de la Tierra, y que allí iban a parar los espíritus de los muertos en su camino hacia las estrellas. La primera de estas creencias aún intrigó a algunos científicos de la era moderna, que creyeron ver en la Luna un mapa del mundo clásico dado la vuelta. La segunda todavía era comúnmente aceptada en Nepal cuando el astronauta Stu Roosa y su mujer visitaron este país en 1975.
El equipo de relaciones públicas de la NASA no les advirtió de que los nepalíes creen que las almas de sus antepasados viven en la Luna, por lo que la pareja no comprendía por qué Roosa era reverenciado como una especie de dios. Pero lo peor fue cuando el astronauta del Apolo 14 tuvo que hablar a un grupo de escolares y los niños no paraban de preguntarle si había visto a alguien sobre la superficie del satélite, a lo que este respondía, naturalmente, que no. Los niños recibieron así la fatal noticia de que el paraíso celestial del que les habían hablado era un páramo negruzco y polvoriento, y alguien tuvo que acudir a consolarlos, para desconcierto de Roosa.
Pero el gran hallazgo del pitagórico Filolao fue proponer que la Luna, al igual que la Tierra, tiene un día y una noche, y que los días lunares duran lo mismo que los meses terrestres. Dicho de otra forma, descubrió que la Luna tarda lo mismo en girar sobre su eje que en completar una órbita alrededor de la Tierra, lo cual explica por qué siempre vemos su misma cara. En efecto, no existe tal cosa como un lado oscuro de la Luna, a pesar de que empleemos esta expresión a menudo.
Si estuviéramos en la Luna y permaneciéramos el tiempo suficiente sobre cualquier punto de su superficie, veríamos cómo se suceden el día y la noche, también en el así llamado lado oscuro. Por eso, los astrónomos prefieren denominarlo lado oculto o lado lejano. En concreto, y ya que un día completo lunar (con sus fases diurna y nocturna) equivale a veintinueve días terrestres, nunca pasaríamos más de dos semanas sin ver amanecer sobre cualquier lugar de nuestro satélite, excepto en algunos valles polares donde la luz del Sol no llega nunca.
Tras su genial descubrimiento, Filolao de Crotona continuó su teoría lunar con un razonamiento por analogía -y falso- que ejemplifica a la perfección por qué la ciencia necesita de la observación experimental y no solo del raciocinio. Como los días son mucho más largos en la Luna, pensó Filolao, esta debe albergar criaturas y plantas más grandes que las que vemos en la Tierra. De hecho, estos seres gigantes explicarían por qué se observan manchas e irregularidades sobre la superficie lunar.
Manchas lunares
De haber existido telescopios y naves espaciales en los tiempos de Filolao, este hubiera podido salir de su error sin dificultades, pero entonces no era tan sencillo. Para empezar, nadie parecía haberse fijado hasta ese momento en que la Luna era irregular y, por supuesto, a nadie le había preocupado buscar una explicación más allá del ámbito mitológico o religioso.Aunque Demócrito enseguida acertaría al proponer que las manchas lunares eran montañas, el propio Aristóteles negaría después que la Luna tuviera imperfecciones, y no fue hasta que el hombre pisó la Luna cuando los especialistas pudieron explicar con detalle a qué se deben las distintas clases de irregularidades que presenta nuestro satélite.
En cuanto a la presencia de criaturas gigantes, millones de personas creyeron en pleno siglo XIX que la Luna estaba habitada por unicornios, a causa de una serie de artículos supuestamente científicos publicados en el diario neoyorquino 'The Sun'.
El descubrimiento de criaturas lunares, publicado en agosto de 1835, se atribuyó al prestigioso astrónomo John Herschel, quien, por supuesto, no tenía nada que ver con la estafa y ni siquiera se enteró de que se estaba usando su nombre. El diario duplicó su tirada de la noche a la mañana y, tras descubrirse el engaño, conservó a la mayoría de sus nuevos lectores. Nunca admitió que se había inventado la historia.
No se tiene constancia de que la ética periodística haya mejorado desde entonces. Así las cosas, quizá no debamos ser demasiado duros con el desliz argumental del pitagórico Filolao ni con otras muchas teorías, hoy estrambóticas, con las que los sabios de la antigua Grecia trataban de desentrañar los muchos misterios que la naturaleza esconde, tanto aquí como en otros mundos.
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