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Fundó el Imperio
Chino y murió temeroso del otro mundo.
Por eso Qin Shihuang se hizo enterrar
junto a un enorme ejército de barro.
Tras veinte siglos bajo tierra comenzó a
emerger en excavaciones arqueológicas.
Con el reciente hallazgo de 120 nuevas
figuras, el batallón crece.
Pero el misterio sobre su origen
continúa.
Dolors Folch
El descubrimiento, hace un mes, de más de
cien nuevos guerreros de terracota equipados con caballos y carros de guerra en
las fosas de Xian confirma la magnitud numérica de este ejército enterrado,
corrobora los vivos colores originales de las estatuas y aporta como novedad el
primer escudo de tamaño real de la excavación. Hasta ahora no habían aparecido
cascos ni escudos, cuando nos consta que ambos eran habituales en los ejércitos
de la época: quizá fuera para destacar que por su valor los guerreros no los
necesitaban, o quizá se tratara más de un ejército desfilando que de un ejército
en formación de batalla. Pero este descubrimiento obliga también a replantearse
algunos de los enigmas básicos que se ciernen sobre esta tumba: ¿por qué el
primer emperador chino, Qin Shihuang, se hizo enterrar con todo un ejército?,
¿cómo se consiguió realizar una obra de esta magnitud?, ¿por qué se perdió la
memoria de todo ello a poco de un siglo de haberse construido?, ¿por qué se
descubrió en plena Revolución Cultural?, ¿por qué el Estado chino no hace
excavar el túmulo que encierra la tumba del primer emperador?
Aunque en
el panorama mundial son varias las tumbas imponentes pertrechadas con magníficos
tesoros, no todas ellas, ni mucho menos, corresponden a personajes de primera
magnitud histórica: la de Tutankhamon es un ejemplo de ello. Pero la del primer
emperador, sí: él cambió la historia de China unificando todos sus reinos en un
único imperio y dotándolo de una uniformidad en la escritura, los pesos, las
medidas, y las unidades administrativas que garantizasen su
continuidad.
Conquistó, construyó y legisló, y se consideró siempre a sí
mismo como un gobernante cósmico tan capaz de unificar los reinos como de
controlar el mundo de los espíritus: al igual que quiso, y consiguió, reordenar
el mundo en que le tocó vivir, el emperador aspiró a gobernar también sobre un
más allá en el que pululaban millones de espíritus insatisfechos clamando
venganza. Los chinos, que no creen en el Dios justiciero y creador que la
herencia judía legó al Mediterráneo, han vivido siempre en un mundo poblado por
los espíritus malignos de aquellos que han tenido una mala muerte y yacen sin
enterrar o sin las honras fúnebres apropiadas. Dado el número de ejércitos a los
que había masacrado –las crónicas afirman que en una ocasión exterminó 450.000
soldados del reino de Zhao– y el número de reclutas propios a los que había
hecho morir en combate, Qin Shihuang necesitaba un ejército para poderse mover
con comodidad en el airado mundo de los muertos, que llegarían sin duda por el
Este, procedentes de la gran llanura central donde se habían asentado los reinos
recién conquistados. Es por ello que el ejército de terracota estaba situado en
el flanco oriental del gran complejo funerario, y que su formación estaba
orientada hacia el Este. También es por ello por lo que se optó por hacer un
ejército de terracota en lugar de sacrificar a soldados reales: era la única
manera de poder tener un ejército completo. Y de que este agrupara a los sujetos
de mayor calidad: la estatura media de los guerreros es de más de 1,80 metros,
muy por encima de la media real de la población china. Y es por ello también que
la proporción de altos cargos militares, claramente distinguibles por su altura
–uno de ellos mide 1,97–, su barba poblada, sus tocados distintivos y los
adornos que lucen en la espalda y en el pecho, es muy baja: probablemente, los
altos comandantes reales fueron enterrados en vida para garantizar mejor la
eficacia del conjunto, ya sea en la cámara funeraria aún sin excavar o en fosas
adyacentes.
Una tumba así no tiene ningún precedente conocido en la
historia de China y nada preparaba para la tumba de Qin Shihuang: ni su volumen,
ni su similitud con personas reales. En China, a diferencia de Occidente, la
escultura figurativa era prácticamente inexistente.
Si la tumba se pudo
realizar no fue por la existencia de precedentes artísticos, sino por la
práctica bien establecida de un trabajo modular. No se trata solo de una
práctica laboral de producción en cadena: toda la cultura china gravita en torno
a la estandarización de pequeños módulos construidos por separado y capaces de
articularse en innumerables combinaciones. Así es como funciona la escritura
china, en la que unas pocas docenas de trazos básicos se combinan para formar
decenas de miles de caracteres; así es como organizan su arquitectura
tradicional de madera, en la que un número limitado de formas de vigas se
ensamblan entre ellas para sostener un edificio, y así funcionan sus manuales de
pintura, en los que se describen pormenorizadamente las pinceladas necesarias
para dibujar una roca, un árbol o una nube.
La tumba de Qin
Shihuang revela una práctica establecida de fabricación en cadena y control de
calidad: una estricta organización del trabajo que sí tenía precedentes. La
arcilla se preparaba en talleres locales: sabemos el nombre de 87 maestros de
talleres, con cada uno de los cuales trabajaban una docena de personas, ya que
estaban obligados a estampar su nombre en las piezas que entregaban. Una vez
amasada la arcilla, la estructura básica de todas las esculturas era la misma:
los pies y las piernas se elaboraban de forma maciza para proporcionar
estabilidad al cuerpo central, que se encajaba en la parte superior de las
piernas. Las manos, brazos y cabezas se producían separadamente y se añadían en
el último momento: se han identificado ocho tipos básicos de caras, sobre las
que luego se aplicaba una placa fina de arcilla que permitía individualizarlas.
Una vez ensamblados y retocados los módulos básicos, las piezas se cocían
enteras.
Poco después de la muerte del emperador, todo el conjunto –que
probablemente quedó inacabado por su muerte repentina y los disturbios que
acabaron con su imperio en pocos años– fue sometido a una destrucción masiva y
deliberada. China se hundió en una guerra civil, y uno de los contrincantes,
Xiang Yu, perteneciente a la antigua nobleza que el primer emperador había
destruido, se ensañó a conciencia con todo el recinto: no solo se trataba de un
saqueo, sino de destruir el universo de los vencidos y eliminar así su poder
sobre los vivos. Provistas de antorchas, las huestes de Xiang Yu entraron sin
duda en la fosa uno, donde se alineaban, a cinco metros bajo tierra, unos 6.000
guerreros, organizados en una vanguardia frontal en triple fila tras la cual se
levantaban 38 hileras de soldados de a pie y 160 carros de combate. Los intrusos
merodearon por los corredores de suelo pavimentado, paredes recubiertas de
madera y techos sostenidos por vigas: el conjunto se incendió y los techos se
derrumbaron sobre las estatuas. Pero ello no basta para explicar su omisión en
todas las historias siguientes. El primer emperador tuvo un cronista, Sima Qian,
que escribió una historia general de China un siglo después del hundimiento del
imperio Qin, y que estaba familiarizado con todo lo relacionado con él: de
hecho, no es solo su mejor fuente, es la única. Pero Sima Qian, que recorrió
China buscando testimonios orales sobre el periodo Qin, y que era un historiador
tan sistemático como escrupuloso, capaz de describir en detalle la disposición
de la cámara funeraria enterrada bajo el túmulo, no hace ni la más leve alusión
al ejército de terracota. Es inverosímil que no se enterara de nada. La
construcción había implicado un enorme movimiento de tierras y la presencia
masiva de condenados a trabajos forzados –el mismo Sima Qian menciona 700.000
asignados a la construcción del mausoleo– organizados por miles de
administradores. La unificación de pesos y medidas guarda, sin duda, relación
con la necesidad de proveer de comida a centenares de miles de convictos que
levantaron tanto la Gran Muralla como el mausoleo.
Durante 36 años, los
trabajos se hicieron a cielo abierto, en un paisaje por el que se acarreaban
miles de figuras de terracota de soldados y caballos de tamaño natural. Una vez
cocidas, en hornos de cerámica inmensos, debían trasladarse hasta los corredores
de las fosas que permanecían abiertas. ¿Cómo es posible que Sima Qian, que
describió vivamente las hileras de condenados con la cabeza rapada y pintada de
rojo que transitaban por China, no recogiera nada del inmenso espectáculo que
debía de ser esta excavación? Lo más probable es que sí lo hiciera y que el
texto original contuviera una descripción, pero que la dinastía que sucedió a
los Qin, la de los Han, hiciera censurar el fragmento en el que aparecía el
ejército subterráneo, por temor al retorno de Qin Shihuang. Un silencio temeroso
habría sepultado casi de inmediato la memoria del ejército de sombras con que el
temido emperador debía reinar desde el más allá. No hay duda de que los Han
manipularon en otros apartados el texto original del historiador. Todo el
capítulo dedicado al emperador que fue su coetáneo y su verdugo fue retirado y
reemplazado por otro que aparece repetido en otra parte del texto: es lógico
sospechar que también manipularan el fragmento dedicado a la tumba del
emperador. A fin de cuentas, en una época en la que el papel aún no existía (del
libro de Sima Qian solo se hicieron dos copias, y una se destruyó), el texto era
muy fácil de manipular.
En un ámbito muy local, sin embargo, los terrenos
donde ahora se alza el imponente Museo de Lintong que alberga los guerreros
tenían ya un nombre que ahora resulta sugerente, Campo de los Espíritus, debido
a los fragmentos de cuerpos de arcilla que habían ido emergiendo del subsuelo a
medida que se sucedían los trabajos en superficie. Al menos, cinco tumbas Han
del siglo II después de Cristo y veinte tumbas Ming del siglo XV han aparecido
entre las filas de guerreros. Ya en el siglo XX, la presión demográfica obligó a
una creciente excavación de pozos, y alguna vez había aparecido alguna cabeza o
algún cuerpo entero. El destino de las piezas, consideradas espíritus, dependía
del talante del que las encontraba: en alguna ocasión acabaron azotadas por
obstruir el pozo, en otras se encontraron relegadas a un oscuro templo. Este
parece haber sido el destino de dos sirvientes arrodillados desenterrados en
1948 y 1956, uno de los cuales sería destruido después, con saña, junto otros
dioses varios, en las vorágines sucesivas del Gran Salto Hacia Delante y la
Revolución Cultural. La simpatía de Mao por el primer emperador le había hecho
firmar un decreto protegiendo la zona en 1961, pero la disposición solo afectaba
al túmulo visible. Nada permitía sospechar entonces la extensión del complejo
funerario: 56 kilómetros cuadrados.
Hasta que, en 1974, los hermanos Yang
tropezaron, a poco de empezar a taladrar un pozo, con una capa de tierra de
dureza inusitada: acababan de topar con uno de los muros que separan los
corredores donde se alinean los guerreros del emperador. Cuando, tras recoger
centenares de puntas de flecha de bronce, extrajeron un cuerpo entero,
decidieron alertar a las autoridades locales, que emprendieron inmediatamente
una prospección arqueológica. Los resultados dejaron boquiabierto al país y
entusiasmaron a Mao. El momento era políticamente correcto, y el descubrimiento
se convirtió en primera noticia mundial y en un reclamo turístico para el que no
se escatimaron recursos. Desde entonces, los descubrimientos se suceden año tras
año. Para el Estado chino actual es el punto de partida de la China imperial, de
la que la República Popular se considera legítima sucesora.
Aun así, el
túmulo de 515 metros de norte a sur, y 485 de este a oeste que contiene la
cámara funeraria enterrada a más de 30 metros de profundidad sigue sin excavar.
Sima Qian relató que la cámara, con multitud de objetos preciosos, se edificó
sobre una base que simulaba los grandes ríos de China y bajo una cúpula en la
que se reproducía el cielo, todo ello veteado de mercurio. Aunque el túmulo siga
intacto, las mediciones a las que se le ha sometido –en 1980 y 2003– han
revelado una acumulación inusual de mercurio en su centro: ello prueba tanto la
veracidad de la descripción de Sima Qian como la permanencia de una estructura
interna que ni se ha hundido ni ha sido saqueada. Los estudios hidrológicos han
demostrado también que la inundación de la cámara se evitó con la construcción
de un dique subterráneo que desvió las aguas y que hoy en día sigue funcionando
correctamente. Es muy probable que la cámara contenga víctimas humanas, entre
ellas, los cien funcionarios que menciona Sima Qian, los altos comandantes que
escasean en la formación, así como sirvientes y operarios. Quizá por eso tarden
tanto en excavarlo: tantos muertos empañarían la magia del monumento. Lo que es
seguro es que los chinos no quieren correr ningun riesgo –lo que les obliga a
procedimientos lentísimos–, ni quieren tampoco aceptar ayuda extranjera –dado
que han convertido esta tumba en el símbolo de su nación.
Los chinos
intentan ahora desentrañar por sí solos los misterios: una tecnología
avanzadísima con sensores remotos les permite fotografiar con detalle los
monumentos y objetos que aún protege la tierra en espera de que las innovaciones
tecnológicas les permitan por fin excavarla con seguridad. Ahora sabemos, además
de la descripción de Sima Qian, que la cámara funeraria que se encuentra bajo el
túmulo mide 80 metros por 50 y tiene forma de pirámide truncada invertida. La
rodea una muralla de 145 metros por 125, de 15 metros de anchura y 30 de altura.
Claro está que todo esto también lo saben los ladrones: nueve de ellos fueron
detenidos hace poco, tras haber descubierto un túnel de 30 metros que conectaba
con el mausoleo y haber introducido en él cables para tener electricidad y
aparatos para bombear el aire de la tumba.
Con el paso de los años, el
conocimiento que se tiene del primer emperador y de su breve dinastía es cada
vez más matizado, alejándose de los durísimos clichés que los confucianos le
habían asignado: la comparación entre el código de los Qin –recuperado en una
tumba– y el de sus sucesores, los Han, muestra sin lugar a dudas que estos
fueron más sus continuadores que sus destructores. En la China actual, las
valoraciones negativas sobre el primer emperador se centran en el hecho de no
haber sabido conservar el imperio, no en el de haberlo
creado.
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/07/28/actualidad/1343491048_081487.html
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