jesús garcía calero
Por primera vez, un grupo de historiadores ha tenido acceso a la correspondencia que los marchantes de arte enviaban a los grandes potentados norteamericanos que compraron ingentes cantidades de obras de arte y antigüedades del patrimonio español al principio del siglo XX. Hablamos de William Randolph Hearst, el celebre magnate que inspiró «Ciudadano Kane», o de Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society of América.
Inmaculada Socias, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Barcelona, ha coordinado y escrito en los primeros volúmenes este triste relato de expolio, que fue consentido, cuando no animado, por destacados historiadores y responsables políticos españoles.
Doble vida
Todos los personajes de esta historia tienen doble vida. En la cúspide encontramos exitosos historiadores, como José Pijoan; políticos y filántropos, fundadores de museos, como el marqués de la Vega-Inclán; artistas como Ricardo Madrazo, emparentado con una saga que incluye algún director del Museo del Prado, responsables de monumentos como José Gestoso o asiduos conocedores de la élite social y diplomática, como el celebérrimo Arthur Byne, que logró llevar a EE.UU. claustros y monasterios desmontados por piezas. Todos ellos le avisaban y, en ocasiones también, ejercían de marchantes a comisión.
Tras la Desamortización y el 98 con una crisis económica galopante, los potentados americanos tenían decenas de ojos y oídos en España y dinero para inundar el mercado. Las autoridades no acertaron a evitar la diáspora de lo mejor del arte español, que hoy se encuentra en museos y colecciones de todo el mundo.
Era el momento de contar esta historia
En palabras de Jonathan Brown, «incomprensiblemente, los historiadores del arte españoles han evitado hasta ahora contar la historia del “expolio de Hispania”, un cuento triste que combinó fatalmente la avaricia y la ignorancia. Pero el tiempo de reconstruir estos lúgubres eventos sin desmentido posible ha llegado. Permiten comprender la mentalidad de las clases altas y de los guardianes del patrimonio artístico». «La profesora Socías -añade- ha jugado un papel de gran relieve, su libro sobre Huntington es definitivo, fundado en una investigación exhaustiva del nutrido archivo de la Hispanic Society, que ha sido embajador permanente de la alta cultura española en EE.UU».
Siempre se ha dicho que Huntington no compraba obras de arte en España «porque estoy en contra de importunar a dichas aves del paraíso posadas en sus alcándaras», confiesa en carta a su madre. Pero lo cierto es que buena parte de su colección fue cosechada por sus agentes, decenas de ellos. Según desvela el trabajo de Inmaculada Socias, su red se extendía por otros países, e incluía marchantes profesionales, pero en España actuó de manera continua.
Los principios de Arthur Byne
La frontera entre el marchante y el historiador, entre el agente y el anticuario es difícil de definir en aquella España. Por ello, la meritoria labor de mecenazgo de Huntington debe quedar también indisolublemente asociada a su actividad comercial. A menudo costeaba a sus agentes viajes para realizar publicaciones culturales que servían además como trabajo de campo para detectar piezas valiosas.
Viajar con una carta de presentación de la Hispanic Society abría muchas puertas, y de hecho Arthur Byne comenzó así sus andanzas en España. Autor directo del expolio de los monasterios de Sacramenia y Óvila, estos dos casos para Byne fueron minucias (según el profesor José Manuel Merino de Cáceres, que acaba de publicar junto a Mª José Martínez Ruiz una extensa monografía sobre el personaje «W.R.Hearst: el gran acaparador» en Cátedra), comparados con el cúmulo incontable de arte expoliado sin el menor escrúpulo, empezando por 80 artesonados, innumerables pinturas y miles de piezas.
Enamorado de España
Lo cierto es que Byne acabaría siendo el factótum de Hearst en España, operando sin dejar rastro desde su palacete madrileño de don Ramón de la Cruz, 5. Se codeó con lo mejor de nuestra sociedad y no hay más que leer la necrológica que publicó Blanco y Negro (18-08-1935, pág. 135; hemeroteca.abc.es) para entender la consideración que, como hispanista condecorado, se le tenía.
Desgraciadamente, la ley en España fue siempre por detrás de esta realidad y nunca paró la sangría. Hasta 1911 se permitía el comercio internacional con las obras de arte españolas y, cuando se regula la legislación protectora del patrimonio, al llegar la República, el claustro de Sacramenia, desmontado y empaquetado, ya está rumbo a EE.UU.
Un Greco de Aranjuez
Precisamente, la destructiva actividad de Byne en España es uno de los principales motivos por los que Huntington rompió con él, y hay que decirlo en su honor. Pero hay otro caso revelador, que tiene por protagonista a Francis Lathrop, otro de sus artistas/ agentes. En una carta a Huntington acuerdan un código para hablar de un Greco de Aranjuez que perteneció a la Infanta Cristina, pero que sus herederos se disponían a vender en 1901. Acuerdan por carta que la palabra «Hold» significará compra. «Rye Express», el Greco. Mayo son 25.000 dólares, junio 30.000, julio 35.000 y agosto 40.000. Al concretar la compra, emitirían un telegrama «Hold Rye Express for July», que significaba «comprar el Greco de los Borbón por 35.000 dólares».
Josep Pijoan, el autor de «Summa artis», fue estrecho colaborador de Huntington, y agente suyo sobre todo en París y Londres, adonde llegaban también innumerables piezas del patrimonio español. Le recomendó comprar piezas que sabía que completarían la colección de su mecenas. Pocos meses antes de la guerra civil, desde España, Pijoan escribe a Huntington tras un encuentro con un anticuario que le ofrece textiles y bronces.
Ricardo y Raimundo Madrazo
Raimundo y Ricardo de Madrazo ofrecieron a Huntington dibujos de Goya, algún manuscrito de Lope de Vega y lienzos de Mazo, siempre tratando de hacerlo entre bambalinas, fuera del mercado «oficial». En Castilla y Andalucía, el coleccionista recibía piezas desde fíbulas de oro a azulejos moriscos, incluso una oferta por el patio del Castillo de Vélez Blanco, por prestigiosos funcionarios y académicos correspondientes. Incluso de nobles en situación precaria.
Hubo un anticuario, Raimundo Ruiz, que acabó organizando almonedas en Nueva York adonde hacía llegar obras del patrimonio, saltándose toda ley. Las autoridades ordenaron detener en 1926 un barco en Burdeos, el «Chicago». Ruiz había solicitado permiso para exportar 613 de objetos artísticos, pero se las había ingeniado para cruzar la frontera y realizar el envío, con ayuda de anticuarios franceses y americanos. Más de 4.500 objetos incluyendo un Greco, 12 pinturas, una sillería de coro, varias esculturas…
Socias opina que la falta de conciencia de la clase dirigente y la presión compradora de grandes coleccionistas se unió a la mala situación económica. Su investigación aporta «aspectos absolutamente desconocidos por la sociedad y que han permanecido en la penumbra y entre densas nieblas». Y opina que el mercado del arte tiene aún la misma iluminación.
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