sábado, 21 de enero de 2012

Agria fama intercontinental





La piratería convirtió a Dickens en una estrella de Estados Unidos
MATTHEW PEARL
Cuando regresó de visitar Estados Unidos por primera vez, Charles Dickens dio rienda suelta a su desilusión con el país en dos libros, la mezcla de ensayo y libro de viajes Notas americanas y el melodrama familiar Martin Chuzzlewit. La segunda gira de Dickens por el país norteamericano se produjo aproximadamente 25 años más tarde, en 1867. Al volver a casa en esa ocasión, Dickens se puso a escribir (pero no terminó) El misterio de Edwin Drood. Este libro no hace mención alguna de Estados Unidos. La mayor parte de la acción se desarrolla en la ficticia ciudad inglesa de Cloisterham. Sin embargo, al examinarlo con detalle, ¿se advierten huellas de la última experiencia americana de Dickens en su última y famosa novela?

La relación de Dickens con Estados Unidos fue lo bastante conflictiva como para que un estudio de los años ochenta del siglo XX se titulara Charles Dickens’s Quarrel with America (La disputa de Charles Dickens con América). Podríamos calificarla más bien de negociación, una negociación que se prolongó durante 30 años, y que nunca se resolvió del todo. Por un lado, Dickens contaba con muchísimos lectores en Estados Unidos y, en su primer viaje con su esposa Catherine, le agasajaron con mucha más extravagancia de lo que había vivido en Inglaterra. Hubo un “baile en honor de Boz” (seudónimo que utilizaba a veces), con un surrealista decorado formado por actores vestidos como personajes de Dickens y dispuestos en retablos sacados de sus libros. El propio escritor, que adoraba la adulación, pensó que aquello era exagerado.

Los problemas entre el novelista y mi país tenían sus orígenes en las leyes de EE UU. La ley sobre derechos de autor protegía solo a los escritores estadounidenses; los editores tenían libertad para publicar libros de autores británicos sin pagar derechos. Dickens perdió un dinero incalculable, pero su fama se extendió por todo el país como un reguero de pólvora porque el precio barato de los libros hacía que los pudiera comprar todo tipo de lectores. Aun así, Dickens, como es lógico, se lanzó a la ofensiva y, durante su primera visita, pronunció varios discursos sobre la necesidad de cambiar la ley. Ni esas charlas ni la posterior publicación de Notas americanas sentaron bien en la prensa, que acusó a Dickens de codicia. Cuando el novelista regresó a su país, vio una manera inteligente de vengarse de sus adversarios. Consciente de que los periódicos estadounidenses iban a piratear automáticamente las entregas de su novela Martin Chuzzlewit, empezó a escribir nuevos capítulos en los que su protagonista iba a Estados Unidos y sufría allí una serie de cómicas desventuras en las que los mismos periódicos que estaban publicando la novela quedaban como ladrones.

Resulta interesante pensar que, entre Chuzzlewit y las Notas, los sentimientos de Dickens sobre Estados Unidos le dieron material para escribir durante dos años. Por eso, al observar su segunda gira por Norteamérica, que duró cinco meses entre 1867 y 1868, es lógico preguntarse si algún elemento de sus experiencias más recientes contribuyó también a inspirar su siguiente novela. Cuando le preguntaron en Boston si quería ver algún sitio, pidió que le llevaran al escenario del asesinato de Parkman, en la Facultad de Medicina de Harvard. Se trataba de un famoso incidente ocurrido en 1849: se suponía que el profesor de Harvard John Webster había asesinado a un acreedor suyo, Francis Parkman, que además era benefactor de la universidad, y luego había escondido el cuerpo en la caldera. La visita de Dickens a su laboratorio —“horriblemente siniestro, privado, frío y silencioso”, según dijo— pudo inspirar tal vez algunas ideas para la historia de John Jasper y Edwin Drood.

El nexo más fascinante entre la gira y la novela inacabada no es quizá lo que hizo Dickens en Estados Unidos, sino dos cosas que no hizo. Cuando Dickens partió hacia América quería llevarse con él a Nelly Ternan, la joven con la que mantenía una relación desde que repudiara a Catherine Dickens, casi diez años antes. Seguramente todos, menos Dickens, eran conscientes del enorme escándalo que se crearía si se paseaba por Estados Unidos acompañado de una actriz de 28 años. Dickens escribía sobre valores hogareños, y ese fue uno de los motivos por los que nunca quiso divorciarse. Pese a su arrogancia, ni siquiera él estaba seguro de qué hacer; había acordado una clave telegráfica secreta con su colega Wills para hacer saber a Nelly cuándo podía reunirse con él. Pero, después de su llegada, el telegrama que envió fue negativo: Nelly debía quedarse en Europa. Quizá tuvo una epifanía la primera noche, cuando un camarero del hotel en Boston dejó abierta la puerta mientras Dickens cenaba para que la gente pudiera verle. Aquel pequeño instante le resultó tan memorable como para incluirlo en El misterio de Edwin Drood, cuando una alumna de Miss Twinkleton, ansiosa por ver a Edwin, “le observa entre las bisagras de la puerta abierta, dejada así a propósito”. La segunda omisión notable en la gira de Dickens está relacionada con su hermano menor, Augustus Dickens, que de niño pronunciaba mal su apodo, Moses, y así había dado lugar al sobrenombre Boz con el que se conoció a Dickens en los primeros tiempos de su fama. Augustus, que murió el año anterior a la última gira americana de Dickens, había abandonado en Inglaterra a su esposa ciega, Harriet, para irse a vivir a Chicago con una mujer más joven. Cuando Dickens renunció a visitar dicha ciudad, probablemente porque su salud estaba empeorando y estaba agotado, los periódicos de Chicago criticaron al novelista y dijeron que lo que había querido evitar era la vergüenza de ver a la viuda de Augustus y que se negaba a ayudarla a pesar de los beneficios de sus conferencias (Dickens ganó 150.000 dólares en la gira). El escritor replicó que sí ayudaba a la señora de Augustus Dickens, la auténtica, la abandonada en Inglaterra por el hermano descarriado. La viuda de Chicago se suicidó al año siguiente.

Dickens evitó la controversia en su segundo viaje a Estados Unidos, no solo manteniendo al margen a Nelly, sino también evitando toda agitación sobre la ley de derechos de autor. La publicación de El misterio de Edwin Drood iba a tener un papel importante en ese tira y afloja constante con los editores estadounidenses. Dickens anunció que la editorial de Boston Fields, Osgood & Co. tenía autorización para publicar Drood en Estados Unidos y que él iba a recibir los derechos de las ventas del libro. Hasta entonces, los editores solían pagar un adelanto por las pruebas de imprenta, pero nada más. El acuerdo respecto a Drood desató en la prensa una ola de encendidos debates que denominaron la “Controversia de Dickens” y aumentó las expectativas ante la publicación de la obra. Sus gastos familiares se habían disparado, por la necesidad de mantener a Catherine, en virtud de su acuerdo de separación, y en cierta medida a sus ocho hijos vivos, “mis chicos, condenados a tener mala salud”, e incluso a su hija casada, Kate, cuyo marido era un pintor también enfermizo. Las posibilidades económicas de Estados Unidos —que Dickens llamaba “un territorio dorado para ir de gira”— y la publicación de El misterio de Edwin Drood formaban parte de sus ambiciosos planes para asegurar el futuro de su familia.




Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Matthew Pearl (Nueva York, 1975) reedita su libro El último Dickens. Alfaguara, 2012. 488 páginas. 22 euros.

Antes de que Dickens se fuera a EE UU, le habían despedido con una cena sus amigos y familiares, entre ellos su hijo Sydney. Igual que Drood, que está deseando, con apropiado espíritu colonialista, “despertar ligeramente a Egipto”, e igual que otros hijos de Dickens, Francis, Alfred, Plorn y el difunto Walter, Sydney se dedicó a viajar por el mundo. Había heredado la maldición de su abuelo paterno, John Dickens, y dejaba enormes facturas sin pagar. Entonces, los acreedores iban en busca del famoso novelista. Las deudas se acumularon hasta tal punto que Dickens prohibió a Sydney que volviera a casa, y llegó a escribir sobre él en una carta: “Empiezo a pensar que desearía que estuviera muerto”. El contraste debía de ser impresionante: Dickens, que agotaba su salud viajando para ganar dinero con el que mantener a su familia, y Sydney, que navegaba por el mundo dejando a su paso deudas y ruina, aprovechando su nombre. Quién sabe si la desaparición de Edwin Drood fue un intento consciente de plasmar una especie de recreación ficticia —como alivio o como penitencia— de su deseo de que estuviera muerto, o de la desaparición y muerte anteriores de otro hijo también dado a las deudas, Walter; en cualquier caso, la violenta ruptura que sufre la familia en Drood es un reflejo de su desintegración familiar.

¿Habría servido para mantener unida a su familia la combinación de la gira por Estados Unidos y la esperada publicación de Drood? Independientemente de cuál iba a ser el final de la novela, este es el misterio que Dickens no pudo ver resuelto.



Un relato paso a paso

JOSÉ MARÍA GUELBENZU

Hay que celebrar la muy oportuna edición de esta biografía de Charles Dickens que, aunque ya tiene veinte años a sus espaldas, es, sin duda, la más completa y rigurosa hasta la fecha. Peter Ackroyd tiene una merecida fama como biógrafo, pero, además, es un excelente novelista, lo cual beneficia notablemente al libro, tanto por la calidad de su escritura como por la atractiva comprensión del personaje y de su obra. En una ocasión califiqué a David Copperfield de “la novela más novela de todas las novelas” y me atrevo a decir que su autor es el novelista por excelencia del siglo XIX, es decir, del siglo en que la novela sentó su canon a partir de lo que, en el fondo, no era sino literatura popular. La lectura de esta biografía no hace más que reafirmar mi convicción pues de ella se desprende que la suya es la imagen del narrador por antonomasia. Peter Ackroyd ha centrado su trabajo en dos asuntos primordiales. De una parte, es de admirar el modo en que reúne vida y obra sin dejarse llevar por una rígida interpretación biográfica de sus novelas sino que, mucho más ampliamente, acompaña el relato de su vida, de su vocación y de su ambición aplicando de manera oportuna y significativa los textos y referencias que dan cuenta de su creación y elaboración. Podríamos decir que sigue a Dickens a través de sus obras y a sus obras a través de Dickens. De hecho, el testimonio de Dickens enseñando a los Fields, sus editores americanos, los lugares donde transcurren escenas de algunas de sus novelas es el apoyo de lo que Ackroyd utiliza con habilidad a lo largo del libro. De otra parte, es decisiva la atención que dedica a lo que llamaríamos el hercúleo esfuerzo y la entrega total de Dickens a su obra, dejándose la vida en ello. No sólo por lo que respecta a las novelas sino también a su labor de editor de revistas literarias y de lector en público. La popularidad de Dickens en Europa y América se debe tanto a sus libros como a sus giras de lectura “en vivo”, a menudo de dos horas, él sólo en escena, aliviándose del esfuerzo con una copa de champán y una docena de ostras apuradas en el entreacto.

El retrato de Dickens muestra la admiración que por él siente el autor, pero también el rigor con que templa esa admiración. No es complaciente, pero es luminoso. E incide con acierto en la cualidad de observador de Dickens. “El horizonte de la portentosa imaginación de Dickens era bastante limitado”, afirma; por eso la mirada que el autor concentra sobre sus escenarios y personajes es tan aguda, porque extrae todo lo que es imaginativamente significativo dentro de ese mundo limitado, lo cual, unido a una memoria fotográfica de lugares y personas cercanos y a su tremenda disciplina, da lugar a una obra tan extraordinaria. Dickens es un superviviente que nunca olvidará su pasado de pobreza y humillaciones; es testarudo, obsesivo, minucioso, no siempre objetivo. Como niño desamparado, su atención se volcará siempre en favor de los desamparados. Es un radical en lo social y un hombre de peso en la opinión pública. Ackroyd marca muy bien los tiempos de su evolución. Los inicios, marcando ya territorio con el tono satírico y el relato lineal de escenas de Pickwick y el tono melodramático, que incluye romanticismo y misterio, de Oliver Twist. El cambio hacia una mayor complejidad a partir de Copperfield, en el que también tiene que ver la aparición de una estimulante competencia (las Brönte, Thackeray…). Los miedos del pasado, las decepciones familiares (que no la falta de amor por ellos) que van oscureciendo cada vez más sus temas (Casa desolada, Grandes esperanzas), la injusticia social que ve a su alrededor… La evolución de su vida y obra va apareciendo ante los ojos del lector paso a paso, de manera fascinante, porque Ackroyd consigue —y este es su gran mérito— colocarnos en la perspectiva del escritor sin perder la distancia que se exige al biógrafo. “En cuanto a la tranquilidad, algunos desconocemos el significado de esa palabra”. Lo que corresponde a esta afirmación es la entrega, tanto a su obra como a su público, que lo adoraba. Pero su vida no es sólo una dedicación que acabó por agotarlo; es también —y está muy bien contado— el desasosiego íntimo que le hace pasear, salir de casa, internarse en la noche, las caminatas de kilómetros, el corsé de la vida doméstica, la tremenda separación de Catherine, la decepción de los hijos —salvo Henry— y el cariño con que los apoya a pesar de todo, las distancias y los reencuentros, los amigos, acabamiento físico… Este libro es, en verdad, una vida contada, y de nuevo agradecemos que Ackroyd sea novelista y sea a la vez tan riguroso. Su lectura, inexcusable para amantes de la literatura, es el merecido homenaje que podemos rendir, dos siglos después —dos siglos que lo acreditan—, al más grande de los narradores.
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/01/20/actualidad/1327054702_313038.html

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